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ENTRE ARROCES Y PALOMAS

Por la avenida Cabildo, camino mirando las puntas de mis pies, sobre la mano que va al Puente Saavedra, bajo treinta y siete grados de temperatura.

Cruzo las perpendiculares Ugarte, Congreso, Quesada; y por la fisonomía de la vereda, advierto que estoy a la altura del Banco Ciudad.

Paso por el frente de las tres puertas consecutivas de la entidad bancaria. A medida que la gente entra y sale, se abren y cierran expulsando bocanadas de aire acondicionado que llegan hasta la mitad de la vereda, y alivian a los transeúntes.

Llego al frente contiguo del Centro de Gestión y Participación Comunal, más conocido como cegepé. Para quien va por primera vez, el edificio parece formar parte del banco, o el banco del edificio.
La vereda está llena de hombres con saco y corbata y mujeres vestidas de fiesta, como una salida de noche al mediodía. Conversan en grupos de tres o cuatro. Los hombres con las manos en la cintura, atrás, o de brazos cruzados. Las mujeres, en proporción de tres morochas por una rubia, sostienen como abanicos, carteras del tamaño de una tablet. Nenes disfrazados de hombres en miniatura, y nenas salpicadas de puntillas sobre vestiditos blancos, corretean como mascotas sacadas a pasear.

Con un poco de imaginación, uno puede suponer que esos dos a quienes todos saludan, son los padres de alguno de los novios. Se los ve tranquilos, pero eso de acomodarse el pelo a cada rato ella; y las solapas del saco él, delata cierta ansiedad.

Los grupos se desmembran y reorganizan al ser atravesados por vecinos que van o vuelven del subte, de pagar facturas, o de supermercados chinos y no chinos, entre otras actividades de la vida diaria.

Una vieja teñida de azul husmea como vigilando que todo esté en orden; quizá sea una suegra. Amaga girar a un lado u otro para anticiparse a los movimientos de la señora que viene con el changuito.

Aquellas deben ser tías. Piernas con un techo de minifalda, tan largas que llegan hasta los omóplatos, asentadas sobre tacos aguja que se atascan entre las canaletas de las baldosas. Sus cabellos parecen haber pasado por un tratamiento de alisado sobre planchado, realizados por el mismo peluquero. Unos obreros con mamelucos engrasados que vienen de comprar una gaseosa, pasan pero no las miran.

Dos jóvenes bajo la sombra del jacarandá podrían ser hermana y prima. La primera tiene cara de estar tomando un jarabe; la segunda, con un pelo azabache pintado con témpera, le lleva una cabeza de más, pero una década de menos. No parece estar tan pendiente del evento en sí, como de aparentar más edad. Con ambas manos a los costados, se estira la minifalda para abajo.

Un fotógrafo apunta con su teleobjetivo a la entrada del edificio, desde donde se ven los ascensores. Se mueve para atrás y a los costados en busca del ángulo adecuado. Los peatones retroceden dejándole paso, y se empujan a sí mismos hacia el cordón de la vereda, donde se genera un tumulto secundario al confluir con los que vienen de la mano opuesta. Cuando se les acaba el cordón bajan a la calle, al ponerse el semáforo en verde vuelven a subir a la vereda, con cuidado de no llevarse por encima a las motos estacionadas.

Cuando estoy por cruzar la puerta, me detengo por respeto, porque justo ahora sale el producto del casamiento por civil.

La novia, vestida de secretaria ejecutiva y con un ramo de flores, asoma como si entrara a las puertas del cielo; el novio sale a la calle. Él saluda a los invitados con un apretón de manos; ella los abraza como si se fuera de viaje. Desde el vamos, ambos marchan marcados por el desencuentro: ninguno de los dos tiene conciencia de la magnitud de lo que el evento significa para el otro.

Siento algo en la cabeza, me rasco. Arroz entre los dedos. Cae en forma de garúa horizontal. Lo arrojan sin mucha convicción, con un movimiento de brazos como cuando se reparte un mazo de cartas.

Aunque en rigor la mujer ya haya dejado de ser novia, se la sigue considerando como tal; de lo contrario, el evento perdería su esencia. Se ve opacada entre el remolino de brillos de collares, pulseras y pendientes más grandes que las orejas; reflejos de dientes fluorados y tornasoles de labios y rímel.

Los peatones quedamos atascados en el entramado de estímulos, besos y felicitaciones. Aromas de perfumes, tan penetrantes, que espesan el aire cuan campos de fuerza. No parecen haber sido rociados en los cuerpos con la intención de seducir, sino tirados con rabia para destacarse con prepotencia.

La fusión entre novios e invitados reduce más los espacios de la vereda. El piso se torna resbaladizo por el arroz. Los granos atraen a las palomas. Se apelotonan conformando montículos gorgojeantes, que chocan y se trepan uno encima del otro. La gente avanza de a medio paso para no patearlos, los zapatos parecen meterse por debajo de los buches, pero estos se van desplazando a la par, en conglomerados grises que salpican plumas.

Picotean las baldosas sobre sus patitas color llaga; ojos bobalicones en una cabecita pelota de ping pong, que se continúa con un cuello que se estira y encoge como un elástico. Cuando parece que uno se las lleva por delante, se elevan aplaudiendo el aire, a menor velocidad que la que uno avanza; el esternón se viene encima del rostro, un vientito roza la sien y deja un aerosol con microescamas de plumas y piojos.

Los invitados comienzan a dispersarse hacia los autos estacionados a la vuelta. La densidad de aves disminuye. Un empleado barre y de paso espanta a las que quedan.

Al igual que el agua estancada después de quitar un obstáculo, el flujo de transeúntes se restablece. Los ciudadanos recuperamos el espacio público. La gente sale y entra a raudales del cegepé, para reclamar una multa, solicitar audiencia en Defensa del Consumidor, o imprimir boletas atrasadas del ABL; entre otros trámites, a los que pronto estará abocada la nueva pareja de recién casados, unas pocas semanas después de la luna de miel.

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