1922
Me gustaba mirar hacia el interior de las casas por las noches. Desde el colectivo, buscaba los cuadrados amarillos dentro de los cuales las personas comenzaban a preparar la cena. De alguna manera infantil imaginaba que llevaban ahí una vida larguísima y que eran felices. Si tenés una casa no podes no ser feliz.
El departamento de la calle Cuba fue mi casa número doce, ese cuatro ambientes completaba mi docena de mudanzas. Era amplio y luminoso, o eso nos pareció por necesidad, ya que veníamos de otro tan chiquito en el cual habíamos tenido que amoldar los muebles junto a las paredes, uno pegado al otro, como una masa oscura que va siguiendo, obligada, un perímetro triste; en cambio, en este nuevo, hasta la mesa pareció estirarse como si hubiese hecho un potente ejercicio de inhalación.
El departamento, es cierto, era amplio, luminoso, con balcón corrido y muy bien ubicado, pero no era nuestro, y eso, de alguna manera se me instalaba secretamente, como un sinsabor.
Los de la mudadora estaban algo retrasados, quizás por la lluvia -dicen que mudarse con lluvia trae suerte- mi esposo venía con ellos en el camión y las nenas habían quedado con mamá, así que aproveché esos primeros minutos de soledad y vacío para salir al balcón. El cuarto piso me otorgaba una vista interesante, ya que enfrente no había ningún edificio alto, poco a poco fui descubriendo cuántas cosas podía ver desde ese balcón que ocupaba todo el ancho del terreno: hacia la derecha la siempre amada panadería La Paz, las mejores medialunas de grasa de la historia de la humanidad; hacia la izquierda, una iglesia de la cual jamás vi entrar o salir a nadie en todos los años que viví allí y entre ambas, justo enfrente de mi casa, de mi ventana, de mi balcón , en el 2955 de la calle Cuba, en pleno barrio de Núñez, un conventillo. Porque era eso, no una casa tomada, no un hotel pensión familiar, si no un conventillo extrapolado, un satélite perdido, una sucesión de piecitas de colores que podía ver desde mi balcón.
El frente era una antigua fachada estilo italianizante, de las que abundan aún en Buenos Aires, arriba de la puerta siempre abierta, la fecha de construcción: 1922, le otorgaba a la casona una resistente dignidad. Las ventanas, finas y altas, una a cada lado, estaban cerradas a toda hora. Algunas tardecitas de verano, un grupo de mujeres se sentaba, vigilante, en los escalones del zaguán para que los chicos pudiesen jugar en la vereda. Los dejaban correr hasta el final de la iglesia para el lado de Iberá y hasta “el chino” de Joaquín hacia el lado de Quesada, esa era la frontera que ninguno se animaba a cruzar. A veces, si el juego incluía pelota, Joaquín oficiaba de arquero desde la puerta de su supermercado. Este chino, o taiwanes como él nos aclaraba inútilmente, era fanático de San Lorenzo y solía sentarse afuera del super haciéndole “upa” a su mujer. Hoy allí hay un Carrefour.
Desde arriba, el conventillo era para mí, un calidoscopio siempre a mano; el pasillo central guardaba un piso en damero que yo imaginaba más gastado delante de cada puerta. En algunos tramos, la galería sobrevivía con remiendos y en otros había perdido una batalla demasiado desigual contra el tiempo y la pobreza. Esos tramos eran los que a mí más me gustaban, porque por ahí podía asomarme mejor a las piezas. Todas daban hacia el pasillo y como era habitual en esas construcciones, no tenían ventanas, sólo la puerta, para entrar, salir, ventilar o espiar si era necesario. Sobre las baldosas blancas y negras, colgada en sogas que atravesaban el pasillo, flameaba a diario la ropa lavada. Las remeras más chiquitas se movían como pichones haciendo equilibrio en una cuerda floja y las camisas de trabajo proyectaban sombras abrigadoras sobre los malvones.
Por las noches todos los cuadraditos se iluminaban, y yo podía ver cómo mi calidoscopio gigante iba llenándose de esas luces cálidas, entonces no dudaba de que esas personas fueran felices. Desde mis casi cien metros cuadrados alquilados, les envidiaba la piecita propia. El egoísmo del satisfecho que se queja de lleno.
Con el tiempo pude saber que las piezas eran ocho, cuatro y cuatro, y al fondo una cocina para todos. Para fin de ese año ya nos saludábamos con Tota, e intercambiábamos pronósticos sobre el clima con Raúl, mientras cada uno elegía sus facturas del domingo en La Paz. La primera casa de la izquierda era la de él y un poco más atrás sobre el mismo lado estaba la de Tota. Ella me contó que vivían ahí cuarenta y tres personas y que desde hacía cinco años estaban estables y tranquilos, porque todos habían logrado la escritura como condominio, así dijo “condominio”, con orgullo.
En las piezas de la derecha vivían los más antiguos, los que habían empezado con los trámites de propiedad. Eran también los más viejos y a los que siempre se consultaba por todo, caciques urbanos de un conventillo trashumante. En la última se acomodaba la flaquita con los cinco chicos.
Supongo que todo lo que vino después se habrá decidido rápido, nadie supo darme muchos detalles, ni Joaquín ni en la panadería, la cosa es que cuando volví ese verano de mis vacaciones en Bariloche, la casona estaba vacía. Desde abajo, desde el llano de la vereda todo aparentaba estar igual, pero desde arriba, desde mi mangrullo con barandas de acero, el desierto interior se imponía. Desolación y basura amontonada sobre el pasillo, restos de muebles y malvones resecos mezclados en un mismo amontonamiento, como si un huracán matemático hubiese entrado en exclusiva por la puerta, antes, siempre abierta.
Lo demás fue rápido, la topadora arremetiendo contra la fachada sin siquiera saber que el 1922 se derrumbaba sobre su pala para mezclarse con el olor rezagado de los malvones.
Nunca supe qué fue de Tota, Raúl o los caciques, pero en pocos meses donde estaba la primera pieza de la derecha se acomodaba una 4 x 4 azul; al lado un Ford chiquito que casi nunca se movía de allí; en lo de la flaca y los cinco nenes, mi vecino del quinto guardaba todas las noches su coche. Todos los espacios fueron ocupados muy pronto y a las pocas semanas también los flamantes primeros y segundos pisos. Para diciembre, la cochera ya había alcanzado la altura de mi balcón. Todo ocurrió en el año 2001, lo recuerdo muy bien porque cuando salimos a la vereda o balcones a golpear las cacerolas, ya no éramos tantos como hubiese querido.