AGUA
Desde hace casi veinte años vivo en Blanco Encalada y Avenida Cramer, instalada en un quinto piso y con una amplia visión de la zona. La primera es una calle muy nombrada, sobre todo cuando llueve con enojo y el agua corre casi como un arroyo serrano que perdió su senda. Allá abajo, en una hondonada, se encuentra con la Avenida Cabildo.
A poco de instalarme, de noche y al término de un día bochornoso, el simulacro del diluvio se ensañó con la ciudad y alrededores por más de dos horas, pero vivirlos significó un espacio sin tiempo ni respiro. Fue lo que llamamos una tormenta eléctrica. Las nubes habían elegido el gris más oscuro para que los relámpagos lucieran todo su esplendor. La banda de los truenos tenía a sus integrantes pegados a los micrófonos.
De las bocas de tormenta comenzaron a estallar surtidores de agua, los sumideros se escondieron bajo cúmulos de hojas y basura, mientras el agua negro petróleo y rápida como torrente, bajaba para hallar la salida al río. Pronto en su carrera se desplazó sobre veredas y ocupó cualquier hueco dispuesto a recibirla.
Para comprobar la crecida, solo era necesario observar cómo subía en la pared del edificio de enfrente. Hasta donde alcanzaba la vista, los escalones de entrada en las casas de departamentos habían desaparecido, y las cocheras subterráneas se habían tornado lagos putrefactos de autos ahogados. Los hombres y mujeres atrapados en los negocios donde trabajaban, habían abandonado por inútiles los esfuerzos de eliminar el agua invasora con trapos o escobas. Se concentraban en la tarea de salvar la mercadería, al apoyarla sobre cualquier soporte en altura.
Nadie se atrevía a cruzar las calles o la avenida. Quien lo intentara, animado por el agua poco profunda de algún sitio alejado de esta zona, a los pocos pasos se encontraba con un río espeso y oloroso que muchas veces, le llegaba hasta más arriba de la cintura y como una trampa, impedía ver los residuos que tapizaban su lecho.
La fuerza del caudal podía desplazar autos estacionados, monstruos dormidos que flotaban río abajo. Los árboles retenían algunos, otros chocaban entre sí en un baile silencioso. Los vecinos nos comunicábamos de ventana a ventana por medio de gestos. En plena inundación, vimos pasar a un personaje burlesco que remaba un kayak y nos saludaba, con gritos de alegría.
La lluvia se había agotado, el río detuvo su crecida y con lentitud, con pereza, inició el descenso. Dejó como señales de su paso paredes alquitranadas, desperdicios y trozos de maderas. Todavía seguían inundados los sótanos y las cocheras subterráneas. El desalojo se gestionó con bombas zumbadoras que con violencia la expulsaron a la calle.
Era bastante frecuente esta situación de avalanchas de agua. Las obras para entubar el arroyo Vega, que corre debajo de Blanco Encalada, se habían iniciado hacía tiempo, pero a un ritmo que no correspondía para dar fin de manera rápida al problema.
El entubado del arroyo terminó con estas inundaciones, pero aún hoy nuestro subconsciente se alarma ante el menor atisbo de tormenta, anunciada o presentida. Algunos recurren a las placas de contención, que similares a corazas medievales, se encajan en los marcos de metal de las puertas de entrada, para defender a indefensos humanos de los enfurecidos dioses del agua.