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EL CAFÉ DE LA ESQUINA

A pesar de no vivir en el barrio, nos manejábamos con la familiaridad de frecuentarlo a diario. El edificio de oficinas donde trabajábamos estaba en Iberá y Libertador. Era una oficina como todas, impersonal y repetida, pero esta, si te tomabas la molestia de acercarte a sus ventanales, te regalaba unas vistas hermosas de la arbolada Libertador, todo el verde del Tiro Federal, el Club Hípico, Obras Sanitarias, y si llegabas a los pisos más altos, te dejaba ver el río de La Plata. Esa franja incandescente a veces, parduzca otras, amarronada contra el cielo azul. El río allí chisporroteando sol, plataforma de salida al Atlántico, recordando que afuera de la jaula física y mental del trabajo, el mundo seguía siendo vasto y cautivante.

No todos los mediodías salíamos a almorzar. Generalmente comíamos en algún escritorio libre las bandejitas de ensalada que comprábamos en la verdulería a metros de la oficina, sobre Iberá. Eran frescas, suculentas y económicas, y a pesar de que el verdulero era medio metiche, nos terminó por caer muy simpático, y además nos gustaba comprarle a un comerciante pequeño, un sobreviviente al Supermercado de al lado.

En uno de esos mediodías donde el presupuesto y las tareas permitían salir a comer afuera, fue cuando lo encontramos. Fue en el invierno de 2007, caminando en búsqueda de un lugar cercano, pero lejos de miradas indiscretas, cuando empezamos a tomarle el gusto a estar juntos y solos.

Habíamos pasado por ahí varias veces, sin entrar. Solíamos comer enfrente, en un lugar llamado “Anyway”, que dejó de gustarnos porque allí siempre pasaban cosas tristes, conversaciones sombrías y miradas esquivas (tiempo después, cuando lo demolieron para poner allí un edificio de oficinas, lo tomamos como un buen augurio: ya no más tristezas ni distancias). Un día, entonces, probamos suerte en el café de enfrente. “Café de la Esquina”, anunciaba un vistoso cartel en letras amarillas.

Ni bien entré, supe que iba a volver. De inmediato quedé cautivada por la atmósfera de café, manteca y madera que allí se respiraba. El sol de julio se metía sin estridencias por los ventanales biselados, repasaba con suavidad las antiguas mesas de madera, los carteles en las paredes, la nutrida barra que multiplicaba la luz con un tintineo alegre, en cada botella, sifón y pieza de cristalería.

Todo allí era viejo y acogedor de una manera auténtica: aquello era verdadero, sutil. El piso y el techo, antiquísimos, daban testimonio de pasos y suspiros antiguos, de otra época, otras gentes buscando la soledad o la compañía de otra gente, una grapa, un buen guiso. Los paneles y muebles de madera (madera noble, vieja, bien cuidada pero marcada, impregnada de años de comidas y licores, con un poco de olor a cera, a iglesia) se chupaban los agudos de las conversaciones y la calle, filtraban las estridencias y las transformaban en un amable murmullo de fondo que formaba parte del ambiente. Quizás por eso la atmósfera era tranquila a pesar de estar siempre animado y repleto, especialmente de médicos en guardapolvos blancos que trabajaban en el Sanatorio Fleni y que le valieron al bar el apodo de “Doctores”.

Ese invierno, que recuerdo como el más frío de mi vida, frecuentamos bastante el lugar. “¿Vamos a Doctores?”, era la escueta frase en clave, y allí salíamos, separados y a destiempo, para encontrarnos en la esquina de Iberá y Montañeses, la del edificio apuntalado como un reloj de Dalí. El edificio con bastón, le decíamos, y nunca pasábamos por debajo de ese cubo en voladizo, separado del cuerpo principal por una amenazante grieta, que sugería el derrumbe a pesar de su horqueta gigante de madera.

Agarrábamos Montañeses, porque era más tranquila que Libertador, a menos que coincidiéramos con el bullicio adolescente de la salida del colegio ORT. Por allí caminábamos, conversando poco y esquivando baldosas flojas y caca de perro, hasta Blanco Encalada, la anterior a Olazábal, porque mi superstición me prohibía pasar por la puerta del Fleni.

Cuando llegábamos, muertos de frío y con hambre, era una delicia abrir la puerta y recibir el calor de la salamandra, que estaba entibiando el lugar desde temprano, y el aroma a guiso y café que se escapaba de la cocina hasta el salón. Si estaba libre, elegíamos la mesa pequeña junto a una ventana que daba a la esquina, un rinconcito vidriado, hermoso, una isla donde nos refugiábamos del mundo, rozándonos las rodillas y las manos sin querer queriendo, enamorándonos, un poco a nuestro pesar.

Intentamos varias veces averiguar un poco más acerca del lugar. Preguntamos, en vano, a las mozas de turno. Las chicas nunca sabían demasiado, y creo que se irritaban un poco frente a nuestras preguntas que las demoraban en la mesa, justo en la hora pico de trabajo, soportando con una media sonrisa solo por cortesía.

Un día, en el trayecto de vuelta del baño a la mesa, me acerqué al tipo sentado detrás de la barra y le pregunté qué sabía de aquel lugar. Me contó que el edificio era de los primeros años del siglo XX, y que el café funcionaba hacía más de veinte años. Elogié el mobiliario, los detalles, el clima. Conversamos de algunos carteles muy viejos, me comentó algo del techo, algunas refacciones que habían hecho. Mientras relataba, pude observar de cerca los detalles de la barra: me fascinaba el friso de estación de tren, esa hilera de picas suspendidas apuntando al piso, las filas de cacharros diversos que colgaban del techo, el exhibidor de facturas y pastelería. Intercambiamos alguna frase más, y volví a mi mesa.

Todo ese año fuimos al “Café de la Esquina”. Luego nos mudaron de oficina, al bullicioso Viaducto Carranza, allí donde Cabildo muere y se vuelve Santa Fe. Dejamos de ir al café. Tuvimos una hermosa historia de amor, con otros escenarios más propios, que como todas, llegó su fin.

Hace poco tiempo me enteré que el “Café de la Esquina” es uno de los bares notables de Buenos Aires. Me sorprendí gratamente, aunque no tanto. Siempre había sido muy notable para mí.


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