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EL MONSTRUO QUE ATROPELLA

Mientras camino y respiro este barrio, advierto que las fachadas de las antiguas casas, renunciaron a comunicarse y comenzaron a revelar sus medianeras desnudas que pronto serán otra vez cubiertas por un edificio que dificultará la armonía que solía existir. Hoy para mí la tristeza tiene forma de demolición, ya que el rico legado arquitectónico del barrio, se va de la mano de la indolencia inmobiliaria. Vamos perdiendo nuestra identidad, nuestra historia, y es ahí donde exploro el momento en que la luz y las puertas de esas viejas construcciones se cerraron para siempre en el barrio de Belgrano.

Una mañana tenue de un día lunes, los rayos del sol intentaban colarse entre las hojas en una de las nuevas construcciones. Los trabajadores de la obra se agolpaban para el comienzo y las retroexcavadoras ya emprendían la tarea de aniquilación de un viejo edificio. En sus filas, se apiñaban arquitectos y proyectistas, albañiles de la construcción y encargados de darle sonido al lugar.

“Fuego a las torres”, ese fue el único instrumento que aportaron los vecinos en sus reclamos y que adornó los portones de chapa de las obras durante toda su construcción. Luego sólo fue ruinas, el edificio se encontraba desplomado, era una zona devastada repleta de polvo y olores.

Con el crecimiento de la obra, los trabajadores, iban mutando por plomeros, carpinteros o pintores, mientras la disconformidad de los vecinos ante el proyecto, aumentaba con la misma intensidad con que progresaban las obras.

A mitad de la labor y en una de esas veredas, la mujer robusta, arrastraba un carro colmado de termos, facturas y sándwiches, ofrecía sus productos a los trabajadores de la obra, mientras exclamaba sin cesar: “Café, café calentito con facturas y tortas”

Mientras tanto, la plaza Alberti, insertada entre los altos edificios de departamentos, era el mudo testigo en los años venideros y testimonio constante de los avances del “monstruo”. El monstruo que invade, que usurpa, el monstruo que atropella. El monstruo, será una torre de veinticinco pisos con excelentes vistas panorámicas hacia la plaza, el río y la ciudad. Tendrá detalles de excelencia y como contrapunto: doble cochera por departamento y una cafetería para sus residentes.

Sí, tendremos que acostumbrarnos a ver el barrio y la ciudad que viene, esta nueva ciudad dentro de la nuestra.

Seguía la construcción de un día cualquiera, entre el ruido de las máquinas, se produjo cierto revuelo entre los obreros, se los escuchaba gritar, dentro de la mezcla de cal, arena y cemento, había un hombre desplomado. Cayó boca abajo y quedó como dormido sobre la tierra. Su rostro tenía una expresión tan serena que parecía estar conforme de haber concluido así. Escuché la sirena de la ambulancia y nada más, mientras tanto, sus compañeros se obligaron a seguir con sus tareas.

Es de noche, ya tarde desde mi balcón, la luz del sol comienza a desvanecerse y veo los edificios avanzar y reproducirse. Uno en Arcos, dos sobre Ugarte y otro en O’Higgins, sin contar los de Avenida Congreso y Libertador; mientras en el ventanal del departamento de al lado, se despereza un gato recién recobrado de su sueño, y comienzo a suponer quiénes vendrán a vivir a estas nuevas torres. Quizá profesionales con carreras de prestigio y con altos cargos ejecutivos. Supongo a sus moradores y pienso que en esos departamentos, habrá cientos de personas dispuestas a entrar en batallas familiares, a expresar sus pasiones, sentimientos, emociones y miserias.

Imagino a Belgrano desde las alturas de esas torres, y me cuesta entenderlo.

El silencio abarca con un abrazo de trescientos sesenta grados el conjunto, y mi mente hila el ovillo de un entrañable deseo de deducir, esa alquimia de los cambios edilicios hacia la excéntrica renovación.

Como en una ensoñación y entre el azul violento de los días, aquel mágico barrio de Belgrano, ha comenzado lentamente a desaparecer.


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