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EL MUSEO LARRETA


Foto Cesar Cardozo

EL MUSEO LARRETA

Muchas veces acostumbro a pasar por la puerta de entrada del Museo Larreta. El macizo portón que se abre a la calle Juramento, justo frente a la iglesia de La Inmaculada Concepción, es imponente y soberbio.

Viene a mi mente el recuerdo de aquellos años en que siendo niña acompañaba a mi abuela, "lavandera y zurcidora de fino", como rezaba el cartel en la puerta de nuestra casa, a buscar la ropa de la familia Larreta. Por aquellos años de 1960 aún habitaba la residencia el célebre escritor Don Enrique Larreta, autor de la novela "La gloria de Don Ramiro".

Entrábamos por la puerta de servicio, lindera al portón de vehículos, ubicada en la calle Vuelta de Obligado. Esta entrada, modesta si se la compara con la principal, permitía ingresar, luego de transponer nueve escalones, a una gran cocina a mano derecha, que era a la vez el comedor del personal. De grandes proporciones y de estilo campestre, poseía fogones, ollas y una gran mesa de roble con largos bancos que invitaban a sentarse para sentir la calidez de la madera. Allí sin duda almorzaría el personal, que a juzgar por las dimensiones del lugar, habría de ser abundante.

Mientras mi abuela acompañaba a la mucama para ocuparse de la blanquería, una robusta cocinera me servía una taza de chocolate caliente acompañado de rosquillas caseras.

Aprovechaba entonces a recorrer con la vista los hermosos pisos de mayólicas que formaban dibujos geométricos con figuras azules sobre fondo blanco. Era agradable seguir aquel diseño sin fin que se repetía una y otra vez, y aunque se suponía que debía permanecer quietecita allí, mi espíritu aventurero me arrastraba hacia el interior de la casa.

Me escabullía entonces a través de un pasillo interno y llegaba hasta una habitación bellísima, tapizada íntegramente en damasco rojo, lo cual me parecía de una suntuosidad increíble y nunca vista antes por mí. Sin duda se trataría de un recibidor y aunque íntimo, era de lejos el conjunto más espléndido de la residencia. Continuando mi recorrido atravesaba otro pasillo interno que terminaba en un salón muy grande y luminoso, que a juzgar por el mobiliario era un comedor, en cuyas paredes colgaban escudos de armas, cascos antiguos, ballestas y grandes espadas de acero. Asombrada contemplaba tan brillantes objetos e imaginaba los rostros severos de los hidalgos que los habrían portado. La flor y nata de la hispanidad.

Finalmente llegaba hasta una galería muy amplia con alto techo de vigas de madera que se abría a un hermoso jardín andaluz en el que había una fuente muy original cuyos surtidores tenían forma de sapos, de cuyas bocas abiertas salían graciosos chorros de agua. Todo el parque con sus senderos misteriosos y rumorosas albercas daba una sensación de frescura y tranquilidad.

Todo el estilo colonial de la casona me remitía a las ilustraciones de los libros escolares de la historia virreinal, e imaginaba que solo faltaba ver aparecer allí a la negra vendedora de mazamorra o al vendedor de velas, personajes infaltables del Buenos Aires del siglo XVIII.

A veces había visto en la galería a un anciano que se hamacaba melancólico en una mecedora. Años después supe que se trataba de Don Enrique en sus últimos días, ya que murió en 1961.

Entonces, temerosa de ser descubierta, volvía sigilosa sobre mis pasos, esperaba que mi ausencia no hubiese sido descubierta. Aunque nunca supe si la cocinera notaba mis escapadas y las perdonaba indulgente, o si no se enteraba de las mismas.

Aquella mansión representaba para mi fantasía infantil un castillo de cuentos de hadas, y fue lo más cerca que recuerdo haber estado de algo mágico y arcano en toda mi vida. Y todavía hoy, al pasar por la imponente entrada, recuerdo la emoción que sentía al recorrer ese palacio.

Agradezco al destino que haya preservado esa joya arquitectónica cuando tantas otras cayeron bajo “la piqueta del progreso”.

La soberbia casona Larreta, aunque acaba de cumplir cien años, sigue allí para recordarnos quiénes la construyeron, la habitaron y la amaron. Es, sin duda, un testimonio vivo de la historia de Buenos Aires.


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