EL PASILLO DE NÚÑEZ
Una tarde salí a pasear con mi perrita Lola, fui al pasillo de Núñez. No se llama así, en realidad no tiene nombre. Le digo así, porque es un camino largo que une la calle Manuela Pedraza con Crisólogo Larralde. También podría llamarse “La Placita Dominguera”, como la apodaron un domingo de Pascua, en el que se realizó una milonga pública. Hubo clases de baile, músicos, invitados y micrófono abierto. Banderines de varios colores adornaron el lugar. Este pasillo está pegado a la estación de trenes Núñez.
Cuando estaba por entrar, del lado de Pedraza, me recibieron unos niños jugando a la pelota. Me detuve un momento a ver algunos murales que me llamaron la atención, rodeados de montones de grafitis dibujados sobre una pared muy alta de unos edificios vecinos. En la entrada, uno muy colorido que decía “Núñez”. Más adelante otro era un dibujo de un televisor que adentro decía: “Leé libros y abrí la cabeza”. Sobre otra pared, en otro mural, un perro salía como de un caño grande.
Lola aburrida, me tironeaba. Quería que la soltara, le saqué la correa y se fue corriendo a olfatear todo lo que encontraba.
Un chico en patineta me pasó veloz por al lado, subió la escalera y se fue por el andén. Llegué hasta la mitad del camino, me detuve. Lola feliz seguía recorriendo el lugar.
Me senté en una rampa, de las quince que hay a lo largo del pasillo; ideales para usarlas en patineta o bicicleta. Me entretuve con todo lo que acontecía en el lugar. Un niño de tres o cuatro años caminaba por las rampas contándolas.
De pronto, el sonido del tren que estaba llegando. Un perrito blanco con manchas negras corría al lado, a toda velocidad. Su dueño me comentó que siempre lo hacía y con todos los trenes y que era su momento esperado.
Y cada vez más cerca el tren, el golpeteo de los rieles, la alarma de las puertas que se abrían. El Trío “Folk Hop”, con sus voces penetrantes terminaban una canción. La gente que subía y bajaba apurada. Las puertas se cerraban, el silbato del guarda y por último el bocinazo del tren que partía.
Lola agarró una piña, me la trajo, quise jugar con ella, pero no la soltaba. Se acostó en el medio del camino y comenzó a morderla y a hacerla pedacitos. La gente que pasaba en bicicleta hacía de todo para esquivarla.
Enfrente, en un banco, dos hombres mayores filosofaban acerca de la vida. Uno hablaba del paso de los años, decía que estaba tranquilo porque las cosas que se había propuesto las había cumplido. Que la vida se le había pasado muy rápido. El otro le contestó que lo importante a esta edad es que te traten con respeto y que el paso de los años es natural.
Me levanté, llamé a Lola que seguía muy entretenida oliendo el pastito, las plantas, la tierra, todo con un gran interés.
Sentados en un banco, estaban una nena con su papá, jugando a las cartas. Acompañados con un perro parecido a Lassie. Había una serie, que daban cuando era chica, sobre una perra de raza Collie. Me recordó cómo me hacía llorar por las distintas situaciones que le pasaban a esa perrita. Es una de esas cosas que no se me olvidarán jamás.
Miré la hora, había pasado un largo rato. Me dispuse a partir. Allá quedaron, el papá con su hija y su perrita, las rampas, el perrito blanco con manchas negras corriendo al tren, los dos hombres mayores que reflexionaban, el pastito, las plantas y árboles, el andén y los murales.
Mientras nos íbamos, me fui pensando ¡Cuántas historias reúne este pasillo…! Será por eso que me gusta visitarlo.
Yo soy una más de estas historias. El destino caprichoso quiso que viviera aquí, en Buenos Aires, en el barrio de Núñez, hace ya catorce años. Pasa el tiempo… como decía el hombre mayor que filosofaba. Si cumpliré mis propósitos, no lo sé.
Llegué a mi casa más renovada. Me hizo bien el paseo, el aire fresco, y el sol de la tarde.