EL TUNEL DE BESARES O DEL MIEDO AL CAMBIO
Corría el año 2012, el otoño irrumpía con sus tonos rojizos y amarillentos. Dos losas gigantes se abrían paso entre los muros, como si de un parto se tratase. Nacía un puente sobre el cual se apoyarían las vías del ferrocarril Mitre en su intersección con Manuel Besares.
Algunos meses antes, el sólo anuncio del proyecto había inundado de zozobra el microcosmos barrial. Acostumbrados durante años a cobijarse en el aislamiento, los vecinos habían entrado en pánico. A diferencia de otros pasos similares, este no venía precedido de una circulación vehicular. Esta conectividad provocaba una inexplicable desazón, al menos para mí que era una nueva integrante de la vecindad. Un movimiento de resistencia se organizó y los más radicales hicieron lo imposible para impedir su construcción con infecundos petitorios y truncas asambleas.
El frío húmedo del invierno escondió al obrador detrás de un gran cartel, a manera de telón, y despertó la curiosidad de todos. El miedo había dejado su lugar al suspenso y a la ansiedad en el marco de una conversación anodina entre camiones y materiales.
Fue así que un cuatro de octubre, en esa primavera perfumada por los paraísos, florecieron las paredes en venecitas de vivos colores que recordaban motivos musicales. Unas notas escapaban de un pentagrama que tarareaba una ignota melodía. Un teclado y varias guitarras completaban la orquesta. Los vecinos los descubríamos con un gesto de sorpresa, asomados por las barandas. El primer automóvil pasó a pleno bocinazo, con la misma emoción con la que llega el primer turista que inaugura la temporada de Mar del Plata. El maquinista del tren que volvía de Retiro se sumó a los festejos haciendo sonar el silbato. Los grafiteros no tardaron en derramar sus huellas para darle un toque de terminado a mano. Los jardineros encomendaron a la naturaleza continuar su obra. Alguien colgó un cuadro en el medio del paso, que con el asombro de todos, permaneció allí por más de seis meses.
Lo único que no cambia es el cambio. En ese proceso, el paisaje y el aire mismo se habían modificado para siempre. Nuevas veredas, nuevos espacios verdes, nueva iluminación, nuevas formas de interaccionar. La aceptación fue instantánea, casi un milagro. La transformación del mundo que es nuestro barrio y el barrio que somos nosotros mismos, rompió nuestro propio encierro derribando muros.
Recuerdo que fue un amigo chileno el que me hizo notar nuestro tan porteño rasgo fanfarrón, de llamar túnel a lo que es apenas un paso bajo nivel. De todas formas, para mí, seguirá siendo mi pequeño gran túnel, testigo único de mis corriditas o lentos pasos para atrapar la buenaventura, que según reza la superstición urbana, acontece al pasar por debajo de un tren.