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LA CASA DEL ÁNGEL

Estábamos planeando una de las reconfortantes reuniones con mis compañeras de la escuela secundaria.

—Perfecto ̶ acordé ̶ nos encontramos en Le Pain Quotidien.

Era la primera vez que entraba en uno de los locales del “Paseo del Ángel”, ese lugar tan bonito y elegante del barrio de Belgrano. Muchas veces me había detenido en sus vidrieras, pero una sensación de extrañamiento y mi casi nula afición al shopping, me habían quitado el impulso de visitar alguno de esos comercios.

Sentada junto a mis amigas, al amparo de varias conversaciones ajenas y simultáneas, mi pensamiento voló hacia otro tiempo, mi niñez, pero no a otro lugar, ya que rememoré lo que ese mismo solar significaba en ella.

Tené cuidado al cruzar y no hables con desconocidos.

Era la voz de mi madre, con su habitual recomendación de todas las mañanas, la repetía desde que habían decidido que podía ir sola hasta el colegio Casto Munita, que distaba cuatro cuadras de mi casa.

En ese entonces mi familiar barrio de Belgrano era tranquilo, con poco tránsito y veredas anchas. Siempre hacía el mismo recorrido. Caminaba una cuadra por José Hernández y luego seguía por la calle Cuba. Pocas cosas variaban en el paisaje urbano que se ofrecía a mi curiosidad infantil, aunque frente a mis ojos un par de casas viejas se transformaron en otros tantos edificios de departamentos, como indicando un futuro que no tardaría en llegar.

Lo que más llamaba mi atención era una enorme casona que estaba en la esquina de Cuba y Sucre, calle que ahora luce en sus carteles el más sonoro nombre de Mariscal Antonio José de Sucre. Esa notable propiedad, que para mis pocos años era casi un palacete, ocupaba la mitad de la manzana y llegaba desde Cuba hasta Arcos. Una larga pared coronada de una reja discontinua la separaba de la vereda, pero dejaba curiosear con facilidad hacia el interior. Recostada sobre la calle Cuba, se erigía la imponente mansión de dos pisos y un mirador aún más alto. Los techos eran oscuros, probablemente de pizarra y con una inclinación muy marcada. Unos pocos escalones llevaban hacia la entrada, que quedaba cubierta bajo una terraza que se extendía por casi todo el frente. Si entonces lo hubiera sabido, hubiese calificado al conjunto de estilo francés. Pero lo más destacado de esa casa, lo que yo buscaba cada día con la mirada, era la figura alada que adornaba una de las esquinas del mirador y que motivaba el nombre que popularmente se mencionaba en el barrio: La Casa del Ángel.

Mi tío, que tenía una peluquería a poca distancia y conocía todos los chismes, me había contado que en la Quinta de Delcasse, que era el otro nombre con que se conocía el fascinante lugar, se habían batido a duelo algunas personas destacadas de la sociedad porteña, aunque ya en esa época estos desafíos estaban prohibidos.

El jardín de la notable casona se extendía hasta la calle Arcos. En ese sector se lo veía poblado de vegetación alta, oscura, desordenada, muy diferente de los prolijos canteros que adornaban la entrada. En mi imaginación, esa maraña era el lugar que ocultaba a los duelistas. Mi fantasía se los figuraba armados de pistolas, o mejor aún, de espadas, desafiando la ley, protegidos por el distinguido dueño de casa y la oscuridad cómplice del singular lugar de los encuentros.

Años más tarde una película inmortalizó el lugar y permitió que algunos porteños conocieran La Casa del Ángel, aunque sólo en el recuerdo, ya que la inexorable “piqueta del progreso” determinó su demolición en el año 1977. Pero algo se salvó, dicen que la escultura del “Ángel” fue enviada al Museo de la Ciudad.


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