MANUELA PEDRAZA Y CUBA
Cuando un habitante de una ciudad, pongamos por ejemplo Buenos Aires, viaja en calidad de turista a Paris o Roma, suele traer de vuelta un cúmulo de anécdotas sobre lo que ha visto en sus paseos. Cuenta lo magníficas que son la Torre Eiffel y la Catedral de Notre Dame o lo impactante que resulta conocer los restos del Coliseo Romano. Sin embargo, es probable que no preste demasiada atención al propio centro urbano en el que transcurren sus días, y no se detenga ante atractivos diseños arquitectónicos que a la vista de un observador avezado no pasarían inadvertidos.
Después están los que son muy curiosos, como quien escribe, y no se conforman sólo con lo que observan en los exteriores, sino que desean saber qué historia se esconde detrás de una ventana iluminada o cuál fue el destino de los ocupantes de una casona Tudor que está pronta a ser demolida.
También cabe la posibilidad de hacer el camino inverso al del paseante urbano, primero conocer el interior y recién en segundo término apreciar el exterior. Así me ha sucedido hace unos años gracias a la generosidad de un amigo que celebró su cumpleaños invitándonos a un grupo, a degustar unas riquísimas pizzas en “La Guitarrita”, sita en la esquina de Manuela Pedraza y Cuba. El interior, cálido y acogedor, está decorado con fotos, recortes periodísticos y elementos que hablan de la pasión por el fútbol de sus fundadores: Mario Boyé y René Pontoni, jugadores de Boca Juniors y San Lorenzo de Almagro, respectivamente. El local originario estuvo desde 1963 en Belgrano, también en una esquina que tiene la particularidad de carecer de ochava. Hace diez años el nieto de Pontoni reabrió la pizzería en el barrio de Núñez.
Aquella noche del festejo después que probamos y alabamos diferentes pizzas, el anfitrión pidió nuestra atención con un par de golpes de palmas:
-¿Sabían ustedes que esta ha sido mi casa?- dijo envolviendo con su mirada el ambiente en el que nos encontrábamos -Me conmueve compartir este momento con ustedes en el mismo lugar donde viví tanto tiempo.
Entonces nos contó que su padre, conocido en el barrio como don Dimarco había alquilado la casa a comienzos de la década del veinte, que había instalado una barbería que luego reconvertiría en librería y venta de artículos escolares, atendida por todos los integrantes de la familia. Nos fue señalando dónde estaban la cocina, el patio, los dormitorios y el local. Al local se entraba, al igual que ahora, por la puerta de la ochava en donde el suelo se pliega (cómo decía Cortázar en “Instrucciones para subir una escalera”), en un solitario escalón de mármol, el cual sigue siendo testigo mudo de las entradas y salidas de las tres generaciones que vivieron ahí hasta fines de los noventa, y de los comensales en la actualidad. Después, mi amigo dio tres golpes con un pie contra el piso de madera y dijo:
–Acá abajo había un sótano en donde funcionó una imprenta en la época en que las actividades políticas estaban prohibidas; y cuando entraba un cliente al negocio hacíamos esto- hizo una pausa y repitió los tres golpes - para avisar que detuvieran las máquinas porque hacían un ruido delator.
Cuando tuve la oportunidad de observar la casa a la luz del día, me pareció que no tenía nada especialmente llamativo en cuanto al diseño arquitectónico. Se trata de una clásica construcción de principios del siglo pasado, cuyo frente está alineado con la vereda y las paredes exteriores, ahora pintadas de rojo y crema, tienen cincuenta centímetros de grosor como se estilaba. Las ventanas, que según el relato antes eran mínimas, se han convertido en ventanales y hasta hace muy poco podían verse los respiraderos del sótano al ras del suelo.
La ochava luce su escalón de mármol un tanto gastado por el paso del tiempo, pero sigue siendo el mismo en que los amiguitos del barrio se sentaban a jugar hace más de sesenta años. No será la Torre Eiffel, pero bien vale la pena que quien entre por esa puerta advierta que casi tienen la misma antigüedad.