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SUICIDIO POR AMOR EN “LA ESMERALDA”

Desde que me senté junto a la ventana con vista al Museo Sarmiento, hasta que el mozo llegó para tomar mi pedido, reordené las vitrinas y las heladeras, tal cual estaban en la época en la que trabajaba durante las vacaciones de verano y en las Pascuas. Las de las masas finas a la derecha, cercana a la vidriera; luego, las de las masas secas. En el centro del salón unos muebles de madera de roble contenían las masitas petits fours y a la izquierda, estaban los bombones junto a las heladeras con las tortas. Me gustó haber trabajado en la confitería, tenía facilidad en el trato con los clientes, generaba mis primeros ingresos y además accedía a un mundo de chocolate y dulce de leche sin fronteras.

“La Esmeralda debe estar siempre pulcra. Si ponemos mesas, la gente ensuciará”, me atrevo a pensar lo que hubieran pronunciado mi padre y sus socios con tal que el piso de mosaicos permaneciera inmaculado. La “Confitería La Esmeralda”, situada en Juramento 2121, fue construida por unos italianos, ochenta y dos años atrás; luego mi padre fue uno de los dueños hasta que fue vendida a los actuales, quienes agregaron las mesas y las sillas de madera. Lo cierto es que me agradó, así pude sentarme a observar el lugar mientras me sacrificaba comiendo una porción del emblemático postre Gallardo. El mismo lleva discos de merengue rellenos de crema chantilly, durazno, ananá y frutillas con una cobertura merengada, frutillas enteras y dijes de chocolate. La porción que me trajeron era enorme. La degusté con los ojos cerrados para apreciar cómo las diminutas semillas de las fresas, mezcladas con la endulzada crema, se deslizaban desde mi lengua hasta lo más alto del paladar. Esperaba sin prisa, el momento final de la caída por el tobogán de mi garganta. La mezcla de los sabores y los aromas me transportaban a una época en que dentro de mi jean Oxford deambulaba por cada rincón, desde la planta alta hasta el sótano, ese lugar oscuro y lleno de sorpresas del que estaba segura que nadie conocía como yo. En el primer piso han reemplazado un salón de fiestas por una especie de “pool”. Antes el salón estaba compuesto por cuatro espacios: una recepción, el “principal” de estilo veneciano, con amplios ventanales hacia Juramento, cortinados blancos, pisos de madera lustrada y muy buena iluminación, luego otro más pequeño que se utilizaba para el corte de la torta de los homenajeados y un jardín de invierno. A este último que se encontraba en el fondo, no me acercaba; quizás el repiqueteo de la lluvia en las láminas de acrílico me atemorizaba, nunca me animaba a entrar, ni siquiera lo pisaba cuando pasaba música en los eventos. Esta sensación era rara pero aun así fue lo menos extraño que pasó en la confitería de la piedra verde, conste que así la llamábamos haciendo referencia a su logo con la piedra preciosa. En la planta baja todo ha sido modernizado, la disposición es similar a la anterior; está el salón de venta al público, la expedición donde Juan, mi empleado preferido, preparaba la mercadería para llevar a los clientes y las cuadras compuestas de varios espacios que se sucedían unos a otros como una muestra gratis de los manjares que allí se preparaban: la sandwichería, la pastelería, la cocina y los hornos.

El único lugar que no pude ver en esta visita fue mi favorito. Recuerdo la escalera empinada que bajaba hacia él, aunque el montacargas también lo comunicaba con la planta baja. En el sótano se encontraba la cámara, en la que de cuando en cuando alguien, por distracción, se quedaba encerrado. Por suerte no ocurrieron tragedias para lamentar, al menos allí. También había un gran depósito de mercadería, algunos ambientes pequeños que no recuerdo qué contenían y la fiambrería donde se cortaban desde jamones hasta lechones.

Cuando estaba por cumplir catorce, unos habitantes inevitables comenzaron a amenazar a la confitería. Como se temía que los inspectores de sanidad los encontraran en alguna de las visitas de control, decidieron tomar cartas en el asunto y llevaron a un gato. Lo sacaron en menos de una semana; el animalito gozaba de tremendos festines por las noches, comía de todo, excepto a las tan odiadas ratas. Probaron sin éxito todos los métodos habituales hasta recurrir a uno que algunos colegas del rubro les habían sugerido: los hurones. Compraron un macho y una hembra, para tenerlos contentos ya que eran monógamos. Los habían conseguido en distintos lugares; se amaron desde el primer día que se vieron. Cuando uno se paseaba por el depósito, el otro husmeaba entre las bolsas de harina; cuando dormían, lo hacían enroscados como una única bola de pelo negro. Me divertía mucho con ellos y como mi padre no los dejaba subir y a mí no me dejaba ir sola al sótano, nuestros encuentros eran a escondidas. Trataba de disimular diciendo que iba al baño cuando en realidad me escurría escaleras abajo. Los dos me esperaban y a pesar que los expertos habían aconsejado no domesticarlos para que cumplieran su función natural, los acariciaba y además, les facilitaba la tarea de conseguir sus alimentos. Por supuesto, los hurones tampoco podían tener nombres, pero estoy segura que ellos sabían que eran Felipe y Felisa. Siempre les llevaba trocitos de queso. Con mucha delicadeza Felipe con su boca recogía los trozos que los colocaba en el suelo y se los dejaba a Felisa; luego que ella comenzaba a comer, lo hacía él. Cuando por alguna razón no podía encontrar la forma de bajar, me quedaba en “Expedición” y ellos subían a verme. “Pero será posible, si está Isabel, suben. Son unos desgraciados”, decía alguno. Con Juan, nos mirábamos y callábamos. Felisa se enfermó, después de transcurrido un tiempo, imposible que pudiera recordar cuánto porque cuando uno es joven, el tiempo no tiene años, ni meses, sólo circunstancias. A los pocos días, Felipe se quedó solo. Nunca más subió a verme y cuando bajaba, se escondía; no supe de él hasta aquel domingo trágico, porque lo trágico pasa los domingos.

Pagué la cuenta luego de haber concluido mi porción de Gallardo y al pararme, mientras tomaba mi cartera, en una barrida con la mirada imaginé a los viejos empleados, algunos clientes y tantas personas que habían formado parte de mi historia. La vida había intentado nublar ese capítulo, pero ese día el sol iluminó la escena y los recuerdos habían despertado de su letargo. Cuando estaba por salir me topé con Juan. Nos dimos un abrazo, hacía muchos años que no nos veíamos. Al despedirse, luego de habernos contado algunas cosas, me dijo: “¿Le trajiste flores a los difuntos?”.

Caminé por Juramento y al llegar a la calle Cuba, la frase: “¿Le trajiste flores a los difuntos?”, resonó en mi cabeza. Entonces aquel momento tan triste vivido a mis catorce se hizo presente. Recordé el instante en el que me enteré que habían encontrado a Felipe como un felipe al medio, dividido en dos partes, sobre la cortadora de fiambres. Algunos habían dicho que tal vez se accidentó hurgando algún pequeño trozo de queso atascado en la máquina. Juan y yo sabemos que no fue así, que Felipe se suicidó por amor a Felisa.

Entre humo de nostalgia y una sonrisa que me empujaba las mejillas, me fui alejando una vez más de la Confitería de la piedra verde.


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