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UNA PLAZA, UNOS LIBROS, UNA FAMILIA


Foto Fer

Existe un remanso en Núñez ubicado en el cruce de la Avenida Cabildo y Jaramillo.

Fue establecido en 1904, aunque tuvo algún precedente, pues hacía varios años que los vecinos insistían en que fuera instalado allí. El predio al que me refiero es la Plaza Balcarce, llamada así en honor al vencedor de la batalla de Suipacha.

Cuando las fotos de este mundo eran en blanco y negro, un joven de ojos grises pasaba seguido por esa plaza recostada sobre la avenida Cabildo, en ese entonces casi silenciosa. Una tarde el libro que tenía en sus manos, le sirvió de excusa para acercarse a una muchacha sentada en uno de los bancos de listones, que sostenía un grueso volumen que hojeaba con ávido interés. Luego de una hábil conversación auxiliada por la literatura, se entabló una relación que se completó en pocos años con tres hijos. Uno de ellos es el que escribe esta crónica.

Por esos tramados que urde el destino, veinte años después, me encontraba en esa plaza, ya en colores, compartiendo unos helados con una chica conocida pocos días antes. Ambos vivíamos en localidades de la Provincia de Buenos Aires, pero Puente Saavedra se convirtió durante un tiempo en nuestro punto de reunión, y nos resultaba muy sencillo, cómodo y por sobre todo barato, caminar hasta esa misma plaza. En ese entonces yo desconocía la anécdota familiar. Pura casualidad, o tal vez, determinismo. Será por eso que nos casamos y aunque seguimos lejos de esa plaza durante los siguientes veinte años, la visitábamos seguido, al principio solos y luego acompañados por nuestra hija, utilizando como excusa un restaurante cercano al lugar: la Cantina Potenza; luego íbamos por algún helado para saborearlo sentados en las bancas y más tarde la calesita para la niña.

Mientras tanto, los días se fueron amontonando en mi documento, sin posibilidad de cambiar la fecha de inicio del camino; las fotos ahora eran en colores si, pero en esos tiempos en mi cabeza comenzaban a manifestarse destellos de plata

Para que resultaran más próximos los cines, los restaurantes, y otros servicios, decidimos mudarnos a la Capital. Buscamos pues, accesos simples a las grandes rutas para movilizarnos, cercanía con alguna estación de tren y otros medios de trasporte. Finalmente terminamos a tres cuadras de la plaza, tal vez por aquel determinismo. Ahí fuimos a parar, con nuestra hija que ya estaba en edad de preparar sus valijas. Y así fue: en pocos años se casó y se alejó y tanto ella como nosotros dejamos de visitar el predio.

El plateado se fue intensificando; aparecieron los nietos. En alguna de sus visitas los llevábamos a ese rincón de Núñez a disfrutar de los juegos y de la calesita. Claro, con los tiempos que ya no corren si no que huyen “rápidos y furiosos”, se hacía difícil entretener a dos criaturas inquietas y que ya habían conocido mundos externos. Las últimas veces que pisamos el pedregullo, hecho con trocitos de ladrillo, ya las hamacas no los divertían y la calesita resultaba anodina. Hubo que recurrir al ingenio: le pedí a la chica que manejaba la casilla que me diera boletos para los diez o doce chicos que estaban en ese momento; le requerí todas las sortijas de que dispusiera; durante tres vueltas me convertí en el abuelo calesitero. Mis nietos orgullosos lo disfrutaron mucho y los demás infantes, que recibieron sortijas durante el jubileo, estaban excitados. El bullicio resultó gratificante y me vi obligado a repetirlo a la semana. Luego de esos felices momentos de efímera gloria, ya no fue tan atractivo el programa; Play Station mata calesita, y el iPad sepulta todas las opciones que ofrezca un camino de ladrillos. No creo que esos críos retengan aquello en su memoria, pero ¿quién le borra a la bendita plaza y a mi cabeza argentada ese recuerdo?

En estos tiempos han remozado el lugar, colocaron nuevos juegos, pintaron la calesita, cambiaron algunos muñecos y el paraje se ha convertido en un mundo nuevo de vibrantes colores, matizado por los añosos árboles que fueron testigos de las visitas de varias generaciones de nuestra familia. En cada ángulo continúan comportándose como centinelas cuatro palmeras. Tres de ellas semejan esbeltos minaretes, que invitan a los transeúntes a disfrutar del espacio que parecen vigilar. La cuarta, mucho más baja, aparenta señalar el camino para ingresar al carrusel.

Solo me falta inventar alguna simple excusa, como un perro, por ejemplo, para volver a recorrer sus senderos, y así poder compartir con otras gentes, y sus niños, las tardes soleadas de este verdadero oasis en el corazón de Núñez.


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