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VAGÓN DE RECUERDOS


Foto Lorena Etchaverry

Si recordar significa “volver a pasar por el corazón”, la memoria entonces es como un tren con muchos vagones repletos de recuerdos y sueños que guardamos como si fuera un tesoro, es incansable en su marcha, viaja al interior más profundo como si buscara el camino para llegar a nuestro corazón.

Viajo hacia atrás en el tiempo, los recuerdos forman una trama, evoco mi niñez, los colores, los sabores, el olor, todos mis sentidos se abren al pasado.

Cuenta la historia que en el año 1875 se creó un mercado popular, cuyo predio fue donado por José Hernández, autor del Martín Fierro, cuando aún el barrio de Belgrano era campo. Los puestos comenzaron como un conjunto de lonas y tinglados, los productos que se vendían eran diversos y de muy buena calidad.

El Mercado de Belgrano ganó prestigio con el correr de los años, acudían a él los vecinos del barrio y mucha gente de lejos venía a hacer sus compras; fue un negocio floreciente, se afianzó, tomó una identidad propia que la mantiene a pesar de haber transcurrido más de un siglo.

En el año 1964, con apenas siete años, mi mamá me llevaba de su mano a comprar la leche fresca, en botellas de vidrio verde con una tapa de cartón plateado, arriba se formaba una crema, peleaba con mi hermana para ver quién se la tomaba. Había dos puestos de leche, siempre íbamos al mismo, el lechero que trabajaba junto a su hijo ya nos conocía, muy de vez en vez me regalaba un yogurt con sabor natural, el único que había, añoro el gusto que aún perdura.

Desde la ventanilla del tren, con la mirada de una niña, todo me parecía tan grande.

En el centro había una gran pileta revestida con pequeños azulejos de color verde, rodeada por una reja negra, alrededor había palos borrachos y largos bancos de piedra donde la gente se sentaba a descansar. Una vez apareció un pingüino, que paseaba orondo como dueño del lugar, todos los niños del barrio lo perseguíamos para atraparlo, duró un breve lapso, vaya a saber dónde fue. Qué lejos está todo ese tiempo, en qué vagón se esconden todas esas ilusiones y la fantasía.

Sigo mi viaje, alrededor del centro se ubicaban los puestos, tenían pequeños aleros que servían de techo, más arriba el cielo cómplice de los visitantes del lugar.

Recuerdo los comercios que vendían quesos y fiambres, el aroma se esparcía en el recinto, creía que existían los duendes y me espiaban a través de los agujeros del gruyere, expuesto debajo de una campana de vidrio. Uno de los puestos era el de Hans, que se especializaba en fiambres ahumados, otro era y es Valenti, se afincó en el Mercado en el año 1951, hoy es un gran emporio.

En el fondo estaban las pescaderías, en Basilio compraba mi mamá, no recuerdo haber sentido olor a pescado, sí olor a mar.

El tren continúa su marcha, llanuras extensas, cuestas empinadas, ahora entra en el túnel, todo es oscuro, poco a poco todo se transforma en luz, los puestos de verdulerías estaban en la parte interior, el techo los cobijaba, exponían sus productos, los colores llamaban mi atención, altas torres de manzanas rojas y verdes, una base de bananas amarillas y en los veranos una sandía abierta despedía su aroma rosado, con sus semillas negras que parecían pintitas repartidas en forma caprichosa. La lechuga, los tomates, las papas y las cebollas esperaban en los cajones de madera.

Todos estos puestos y algunos más conformaban el mercado. Detrás de la pileta estaban los que vendían carne, pollos y cerdos. Me ponía triste ver los pequeños chanchos, para mí dormidos, aunque sabía que no soñaban, estaban expuestos muy quietos detrás del vidrio para su venta.

A la derecha de la entrada estaba Graciela, el puesto que vendía galletitas, uno de mis preferidos, a veces me permitía que mirara por el ojo de buey que tenían las latas para elegir cuál me gustaba más.

Cuántos espacios ocupan en los vagones todos estos recuerdos, todos tienen pasajes para el viaje, añoro la inocencia de todo ese tiempo con una mirada única, mágica e irrepetible.

Me mudé, de cuando en cuando visito el mercado, lo vi transformarse mientras yo crecía, en las décadas de 1970/1980 fue considerado el mejor mercado de la ciudad, aunque para mí siempre lo fue.

Grandes cadenas de supermercados se instalaron en las inmediaciones ante lo cual es difícil competir.

Hoy está rodeado de altos edificios, Belgrano buscó acercarse al cielo.

Allí están, incólumes, los viejos paredones grises que lo circundan, se llenaron de murales hechos por alumnos del Colegio de la Ciudad. El Mercado de Belgrano ha pasado etapas de esplendor y otras no tan buenas, resistió los avatares económicos y políticos que sufrió nuestro país durante los diferentes períodos y gobiernos.

El siglo XXI encuentra al Mercado allí parado, en esa esquina emblemática del Barrio de Belgrano, mantiene su encanto y su magia, los fantasmas que lo habitan no se dejan ver, sigue vivo, su transformación es continua. |

El tren de la memoria aminora su marcha, quizá se detiene en alguna estación para ahondar en un recuerdo, pronto retomará su andar, llenará sus vagones porque siempre habrá lugar para más, en busca del camino al corazón.


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