VISITAS GUIADAS
Tengo sesenta y cuatro años y nunca creí en fantasmas. Ahora sí.
No podría decir que los vi, pero los oí, los oí claramente y aprendí algunas cosas: a los fantasmas no se los puede matar, por más intentos que se hagan, ya no se los puede matar. Tampoco se los puede echar de los lugares donde habitan, porque esos sitios son y serán suyos para siempre. También aprendí que no se los puede silenciar. Por más que se pinten las paredes y se baldeen los pisos, aunque se cambien las puertas y las cerraduras, desde las paredes, desde los techos o desde el piso, los fantasmas, a través de sus gritos, siempre van a estar presentes.
En Avenida Del Libertador al 8100 está el edificio donde funcionó la ESMA. Las rejas de ese terreno, con sus puntas como flechas negras, rodean a las diecisiete hectáreas.
Lo que antes era la entrada sigue siendo imponente, en su fachada se percibe todo el peso de su historia. Adentro, un sol suave acaricia el pasto que está prolijamente mantenido.
En los últimos años yo entré tres veces, vi dos obras de teatro y una película en el Centro Cultural Haroldo Conti. Solo me faltaba visitar un lugar siniestro donde se cometieron atroces e imprescriptibles violaciones a los derechos humanos. Era una deuda interna. Ayer entré por cuarta vez y conocí a los fantasmas.
Visto desde arriba, el ex Casino de Oficiales parece la punta de un tridente. Tal vez no sea casual la imagen, porque la entrada, aún hoy, parece la entrada al infierno, o lo que uno imagina que debe ser el infierno.
Aclaro que no me fue fácil entrar, tuve que vencer una profunda sensación de miedo porque se oían gritos y porque me invadió un sentimiento de ahogo y de encierro que se me hizo insoportable.
Tuve dos intentos, la primera vez quise entrar solo y no pude, me quedé paralizado frente a la puerta. Juro que sentí una mano en el pecho que me impedía avanzar y juro que sentí una voz muy suave que me pedía que venciera al miedo y entrara. Unos minutos más tarde, no sé cuántos, me crucé con una chica muy amable, que solidaria, se ofreció a acompañarme en lo que podría definir como una visita guiada individual.
Para llegar al sótano hay que bajar diez escalones, o tal vez once. Confieso que traté de contarlos varias veces y no pude determinar el número exacto. De la sensación de miedos atávicos que me invadieron, pasé a un estado raro de confusión, y un leve mareo me impidió determinar cuántos eran realmente. De manera casi caprichosa, los conté una y otra vez como si el número de escalones fuera algo importante, y lo era. Esos escalones marcaron la diferencia entre la vida y la muerte de miles de seres humanos.
Una vez abajo, en el infierno, pude ver muchas fotos, casi todas de chicos y chicas muy jóvenes. Hubo una en especial que me conmovió. Sentí que me miraba fijo y me decía: “entrá, entrá y cuando salgas contá. Tratá de hablar por nosotros”.
Después, por otra escalera, subí al lugar donde los detenidos, luego de ser torturados, sobrevivían o morían de acuerdo a la decisión tomada por las autoridades en las oficinas de ese mismo piso. El lugar era oscuro, oscuro y sin ventanas. Era imposible no sentirse asfixiado por el encierro y los gritos.
Pasamos por los sectores conocidos como capucha y capuchita y yo no pude parar de preguntarme una y otra vez: ¿qué clase de personas pudieron hacerle esto a otras personas? La pregunta me taladraba la cabeza y la falta de respuestas me dolía en el pecho como trompadas.
La caminata fue desordenada porque hubo momentos en los que necesité volver a determinados lugares, como si una voz muy suave me suplicara: “esperá, no pases tan rápido, mirá, mirá bien y después contá.”
En ese sector la sensación que me invadió fue de aislamiento. De aislamiento, de desamparo y de estar sumido en la indefensión más absoluta, y a oscuras, cegado por una capucha. En esos lugares, sobre una colchoneta de una plaza, meada y muy sucia de sangre, estaban los prisioneros, encapuchados y engrillados. Juro que los vi, porque a esa altura, yo percibía que la visita era guiada por fantasmas que aparecían y desaparecían por los pasillos. Algunos para narrar el espanto y otros ocultándose detrás de columnas inexistentes para seguir viviendo.
Me costaba entender lo que decían, porque sus voces se mezclaban con gritos, con ruegos y con alaridos. Donde se veía una pared, me explicaban: “acá, acá estaba la escalera, por acá nos llevaban a la sala de interrogatorios. Contá que acá, detrás de esta pared de aglomerado, nos torturaban”.
La chica que amablemente me mostraba el lugar, seguía hablando, pero su voz, cada vez más lejana, era interrumpida por otras. Hasta llegué a sentir brazos que me tironeaban y manos que me frenaban para contarme: “Acá, acá estaba el ascensor que nos llevaba a la enfermería donde muchas de nosotras parimos a nuestros hijos. Contá que acá nos robaron a nuestros bebés. Contá que acá, en la enfermería, nos daban la inyección antes del vuelo”.
Crucé por pasillos siniestros que olían a sangre y a muerte y recordé una frase que alguna vez leí: No puede dormir tranquilo aquel que un día abrió los ojos.
Al salir pasé por el playón donde en otra época, estacionaban los Falcón verdes con sus baúles cargados.
No me pude despedir de los fantasmas. Uno nunca termina de despedirse de sus fantasmas.
Afuera, en la calle, sentí el sol lastimándome los ojos. No sé cuánto tiempo estuve ahí adentro, tal vez una hora, o diez días, o muchos años.
Miré por última vez esa entrada que seguía luciendo imponente y las rejas negras con sus puntas como flechas. Miré por última vez el terreno con sus caminos arbolados y el césped prolijamente mantenido y me fui.
Tomé un taxi hasta la casa de mis nietos, al llegar los abracé con fuerza, los besé y me volví a preguntar: ¿qué clase de personas pudieron hacerle eso a otras personas?